martes, 17 de septiembre de 2013

EL PRIMER DIA DE CLASES.DE PEDRO LEMEBEL




El primer día de clases («Uf, lunes otra vez»)

Y pareciera que todos andamos esperando la primera lluvia para relajarnos, para decirle adiós al eterno verano y por fin asumir el año que recién comienza en marzo, cuando el país retoma su agenda de burócrata planificado, cuando de un dos por tres se pasa del febrero ocioso a las carreras por las tiendas buscando el uniforme escolar, porque los niños ahora crecen de pronto. Uno no se da ni cuenta y los pitufos te miran desde arriba, alegando por la ingeniosa ley que acorta las vacaciones y los mete de sopetón en el odiado primer día de clases. Ese latero reencuentro con la institución educadora, con esos profesores almidonados que les dan la bienvenida con sonrisa chueca. Los profes que ahora son jóvenes, recién egresados de las universidades, que fuman pitos e igual odian dejar el carrete, los jeans y las zapatillas para entrar en su doble vida de impecables reformadores. Y quizás, ése es el único punto en que alumnos y profesores se encuentran realmente, planchando la ropa, ordenando papeles y cuadernos para comparecer en el bostezo ritual de la primera mañana escolar.
Allí, alineados en el patio, separados por curso y género (porque juntos se fomenta la fornicación adolescente, dicen los educadores). A esa hora de la mañana, tener que escuchar los interminables discursos de la directora, que con los ojos blancos, cacarea su oración por la santa patria, por el puro Chile que te educa para ser chileno (qué novedad), por las buenas costumbres, que por lo general son para los estudiantes chupamedias, que escuchan en primera fila con cara de santurrones el discurso de la señora. Mientras atrás, a puro pellizcón, los inspectores mantienen a raya a los desordenados, a los pailones de la última fila, los que no se cansan de joder con sus bromas y chistes picantes. Los que se tiran peos e inundan el ordenado aire de la mañana escolar con ese olor rebelde. Tal vez son los únicos que escuchan el discurso de la directora, los únicos que le ponen atención para imitarla, para remedarle su cursi y mentirosa acogida. Y la escuchan porque la odian, porque saben que ella no los pasa, detesta su música, su ropa y sus peinados y su desfachatez de pararse en el mundo así. Y llega cada año con nuevos reglamentos y castigos e ideas y talleres lateros para que sus niños ocupen mejor el tiempo.
Los estudiantes de la última fila saben que la directora nunca los pierde de vista. Y por cualquiera anotación pasarán por su oficina cabizbajos, escuchando el mismo sermoneo, la misma citación de apoderados, el mismo: «Hasta cuándo, González. Hasta cuándo, Loyola. Hasta cuándo, Santibáñez. ¿Nunca se va a aburrir de hacer tanto desorden?» Y la verdad, los alumnos de la última fila seguirán con sus manotazos y pifias mientras la sagrada educación nacional no los represente. Mientras les alarguen la tortura de las clases hasta las cuatro de la tarde, ellos seguirán riéndose del tiempo extra que gasta el Estado para domarlos. Si nadie les preguntó, si nadie les dijo a ellos, que son los únicos afectados. Y por eso los chicos andan a patadas con los bancos, escupiendo con rabia a espaldas del inspector que los manda a cortarse el pelo. Ese largo pelo que durante las vacaciones se lo lavaron y cuidaron como seda. Esa hermosa cascada de cabello que los péndex se sueltan femeninos cuando van a la disco. Tal vez lo único ganado de todas las revoluciones y luchas juveniles. Esa larga bandera de pelo que los chicos se desatan clandestinos y la educación se las arrebata de un zarpazo. ¿Entonces cómo esperan que ellos tengan otra actitud frente a esta agresión oficial que les quita lo que más quieren? Cómo pretender que en la última fila no vuele una mosca, si todos los ojos del primer día de clases están puestos en ellos, entretenidos en reírse de las amorosas palabras de la directora, tirándose flatos cuando ella presenta al alcalde. El gordiflón que impuso el pelo corto, que se hace el buena onda recordando sus lejanos días escolares. Eso fue en Jurasic Park, se escucha atrás para callado, y todos los cabros se ríen aplaudiendo el chiste. Y el alcalde confundido, da las gracias pensando que sus palabras han tocado el corazón de los muchachos. El despeinado corazón de la barra joven, que regresa a su prisión pelados como milicos, con una mueca de asco en la boca cuando contestan con rabia: «Presente, señor», obligadamente presente.



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