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martes, 24 de septiembre de 2013
martes, 17 de septiembre de 2013
EL PRIMER DIA DE CLASES.DE PEDRO LEMEBEL
El primer
día de clases («Uf, lunes otra vez»)
Y pareciera que todos andamos
esperando la primera lluvia para relajarnos, para decirle adiós al eterno
verano y por fin asumir el año que recién comienza en marzo, cuando el país
retoma su agenda de burócrata planificado, cuando de un dos por tres se pasa
del febrero ocioso a las carreras por las tiendas buscando el uniforme escolar,
porque los niños ahora crecen de pronto. Uno no se da ni cuenta y los pitufos
te miran desde arriba, alegando por la ingeniosa ley que acorta las vacaciones
y los mete de sopetón en el odiado primer día de clases. Ese latero reencuentro
con la institución educadora, con esos profesores almidonados que les dan la
bienvenida con sonrisa chueca. Los profes que ahora son jóvenes, recién
egresados de las universidades, que fuman pitos e igual odian dejar el carrete,
los jeans y las zapatillas para entrar en su doble vida de impecables
reformadores. Y quizás, ése es el único punto en que alumnos y profesores se
encuentran realmente, planchando la ropa, ordenando papeles y cuadernos para
comparecer en el bostezo ritual de la primera mañana escolar.
Allí, alineados en el patio,
separados por curso y género (porque juntos se fomenta la fornicación
adolescente, dicen los educadores). A esa hora de la mañana, tener que escuchar
los interminables discursos de la directora, que con los ojos blancos, cacarea
su oración por la santa patria, por el puro Chile que te educa para ser chileno
(qué novedad), por las buenas costumbres, que por lo general son para los
estudiantes chupamedias, que escuchan en primera fila con cara de santurrones
el discurso de la señora. Mientras atrás, a puro pellizcón, los inspectores
mantienen a raya a los desordenados, a los pailones de la última fila, los que no
se cansan de joder con sus bromas y chistes picantes. Los que se tiran peos e
inundan el ordenado aire de la mañana escolar con ese olor rebelde. Tal vez son
los únicos que escuchan el discurso de la directora, los únicos que le ponen
atención para imitarla, para remedarle su cursi y mentirosa acogida. Y la
escuchan porque la odian, porque saben que ella no los pasa, detesta su música,
su ropa y sus peinados y su desfachatez de pararse en el mundo así. Y llega
cada año con nuevos reglamentos y castigos e ideas y talleres lateros para que
sus niños ocupen mejor el tiempo.
Los estudiantes de la última fila
saben que la directora nunca los pierde de vista. Y por cualquiera anotación
pasarán por su oficina cabizbajos, escuchando el mismo sermoneo, la misma citación
de apoderados, el mismo: «Hasta cuándo, González. Hasta cuándo, Loyola. Hasta
cuándo, Santibáñez. ¿Nunca se va a aburrir de hacer tanto desorden?» Y la
verdad, los alumnos de la última fila seguirán con sus manotazos y pifias
mientras la sagrada educación nacional no los represente. Mientras les alarguen
la tortura de las clases hasta las cuatro de la tarde, ellos seguirán riéndose
del tiempo extra que gasta el Estado para domarlos. Si nadie les preguntó, si
nadie les dijo a ellos, que son los únicos afectados. Y por eso los chicos
andan a patadas con los bancos, escupiendo con rabia a espaldas del inspector
que los manda a cortarse el pelo. Ese largo pelo que durante las vacaciones se
lo lavaron y cuidaron como seda. Esa hermosa cascada de cabello que los péndex
se sueltan femeninos cuando van a la disco. Tal vez lo único ganado de todas
las revoluciones y luchas juveniles. Esa larga bandera de pelo que los chicos
se desatan clandestinos y la educación se las arrebata de un zarpazo. ¿Entonces
cómo esperan que ellos tengan otra actitud frente a esta agresión oficial que
les quita lo que más quieren? Cómo pretender que en la última fila no vuele una
mosca, si todos los ojos del primer día de clases están puestos en
ellos, entretenidos en reírse de las amorosas palabras de la directora,
tirándose flatos cuando ella presenta al alcalde. El gordiflón que impuso el
pelo corto, que se hace el buena onda recordando sus lejanos días escolares.
Eso fue en Jurasic Park, se escucha atrás para callado, y todos los cabros se
ríen aplaudiendo el chiste. Y el alcalde confundido, da las gracias pensando
que sus palabras han tocado el corazón de los muchachos. El despeinado corazón
de la barra joven, que regresa a su prisión pelados como milicos, con una mueca
de asco en la boca cuando contestan con rabia: «Presente, señor», obligadamente
presente.
DEL BLOG DE MATÍAS SOBRE LEMEBEL
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